EL CASTIGO DE LA ORILLA


Ven.

Acompáñame a nuestra orilla. Dónde cogidos de la mano me llevaste a pasear, avanzando con torpes pasos en aquella playa pedregal. Acompáñame a dónde un día estuve viva, tan viva que sonreía, excusando mi alegría en el anhelo de brisa marina.

Que ahora, que nos alejamos de la orilla, me abandonas cargando mi cuerpo con el peso de tus sentimientos y tratas de escapar. Y te observo, con los ojos que me regaló el océano; te puedo sentir tal y como eres en realidad. 

Salen a flote entre las olas tus perversas esperanzas de verme hundida en las profundidades del mar, mientras tratas de ahogar tu sed de daño con los labios mojados en sal. No me deseas la muerte, sino el mal. 

Vete.

Mar adentro crees conocer mis miedos, y qué equivocado estás. Se que no acabas conmigo porque me quieres castigar. No vas a ahogarme con sentimiento de culpabilidad, ni mis pulmones se llenarán de chantaje impidiéndome respirar. ¿Notas eso? Huele a brisa, que azota la superficie, vete, pues no te daré el gusto; no te pienso rogar. 

No temo hundirme entre corales, mientras te observo escapar, nadando a contracorriente hacia la orilla, luchando por salvarte de esa resaca enfurecida, a la que tú mismo invocaste inconsciente de las secuelas que podía arrastrar. 

Y no vuelvas.

Agradezco el desenlace, anhelaba en esta historia un punto y final. Pues no hay peor castigo que vivir anclada en una orilla, con el agua en los tobillos, perdiendo la vida, en minuto, horas, días. El tiempo desgarrándose de pena al pasar.

Que en busca de la marea, me empujas y te alejas arrastrando tus cadenas que una vez tras otra te hacen pivotar; de bolla en bolla, de puerto en puerto, de faro en faro y siempre hasta el ancla donde me hallo. Como las olas de aquella orilla; que si vienes, que si te vas.


Nunca más.

Que esto se acabe ya. 

Musa de la Glíptica

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